Érase una vez una niña que lloró mucho, y para no molestar se metió en un gran vaso de cristal. El vaso era tan grande que se instaló para llorar más cómodamente, y así no derramar ninguna lagrima y “mojar” a los que tenía cerca.
Empezó a flotar en ese vaso: al principio haciendo pie fácilmente aprendió a caminar. Cuando las lágrimas llegaron al pecho aprenhendió a flotar, y cuando ya no hacía pie empezó a nadar como un pez en una vitrina, dando vueltecitas en su vaso.
Lloraba porque tenía un agujero muy profundo en el centro del pecho, y cuando a medio vivir se le cayó el tapón, las lágrimas rebosaron el vaso.
Yo me asomé a acompañarla, y alguna de mis lágrimas cayeron también en su pecera. Le tendí una mano primero, luego las dos para que aunque ella creía que solo se ahogaba por momentos entendiera que llega un día en el que se deja de respirar… Y observo como busca desesperadamente un tapón de repuesto, de esos que han quedado en el fondo del vaso y que alguna vez sirvieron. Quizá intenta con alguno nuevo. Pero la agarro fuerte para que entienda que tiene que vaciar el vaso, o salirse de el.
Mientras tanto mis demonios me dictan que el amor nunca es suficiente, pero el mío es inmeso y mi arrogancia impide que me de cuenta de que el único amor que cose ese hueco en el pecho es el amor propio. Solo ese.
Pero no me resisto, y como se coser, compro aguja e hilo bueno, del de torzal, para seguir alongado en su vaso y coser hasta que salga a flote, de un salto al vacío y pise tierra seca. Porque ese día SÍ compartiremos mi fe en el Jardín del Edén.
Arcadio Domínguez
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